La irrupción del feminismo y la teoría de
género da lugar a un debate recurrente en el seno del liberalismo que, me parece, se ha vuelto bastante vacío de
contenidos y circular. Como el perro que se muerde la cola y gira sobre sí
mismo. Por una parte, algunos liberales parecen
no tener objeciones respecto del feminismo
y la teoría de género. Quienes se oponen a estas teorías, serían conservadores disfrazados de liberales
que pretenden imponer a la sociedad una postura basada sobre argumentos confesionales
que no es posible exigir a otros. Un ejemplo es Alfredo
Olmedo, político argentino que en estas materias argumenta citando la Biblia para rechazarlas de
plano. Por otra parte, quienes militan activamente contra el feminismo y la «ideología» de género, sostienen que los liberales se han degradado haciendo concesiones funcionales al marxismo cultural.
El problema que presenta una posición como
la de Olmedo es que en las sociedades occidentales modernas las medidas
políticas y coercitivas se toman con base en razones generalmente accesibles a
todos y no sólo a los miembros de determinadas confesiones religiosas. En este
sentido se ha hablado de una «razón pública» (Rawls) o de «razones seculares» (Habermas).
Así, por ejemplo, en países pluralistas y seculares no tendría sentido proponer
que el Estado prohibiera la venta de carne de cerdo porque así lo dispone la
Torá o el Corán. Sí lo tendría, en cambio, si la ciencia
descubriera que es un alimento contaminado o capaz de propagar una epidemia
letal.
Pero la posición de los liberales que no ponen mayores reparos al feminismo y la teoría de
género tampoco está libre de problemas. Ante todo, hay que decir que si
estas teorías fuesen verdaderas se impondrían por su propio peso. Así, por
ejemplo, hoy se acepta pacíficamente el «heliocentrismo» por el rigor científico de los argumentos que lo respaldan. Sin embargo, con el feminismo y la teoría de género sucede otra cosa muy distinta: no son meras elucubraciones
académicas, ni conocimientos vulgares de moda, sino que de hecho buscan llevarse a la práctica con medidas coercitivas y otras «políticas públicas» específicas. Vale decir que son teorías que quieren
usar el poder coactivo del Estado y sus recursos financieros para imponerse a toda la sociedad.
Este dato inicial debiera ser suficiente
para que el liberal se preocupara seriamente
por las proyecciones políticas del feminismo
y la teoría de género, pues la
experiencia ha demostrado que «el precio de la libertad es la eterna
vigilancia». En este aspecto llama la atención la indiferencia de muchos, tal
vez potenciada por el alarmismo de otros. En todo caso, es necesario recordar,
una vez más, que la libertad no corta en tajos y que el liberalismo no se limita a reducir el gasto público y los bajar
impuestos.
En la próxima entrada explicaré dos razones por
las cuales, a mi juicio, el liberalismo debe rechazar
al feminismo y la teoría de género tal como los
conocemos hoy en la vida política. Y ello por «razones seculares» necesarias y
no por «argumentos confesionales» contingentes.