domingo, 31 de marzo de 2019

«Liberprogres» contra «libermonjes» (I)


La irrupción del feminismo y la teoría de género da lugar a un debate recurrente en el seno del liberalismo que, me parece, se ha vuelto bastante vacío de contenidos y circular. Como el perro que se muerde la cola y gira sobre sí mismo. Por una parte, algunos liberales parecen no tener objeciones respecto del feminismo y la teoría de género. Quienes se oponen a estas teorías, serían conservadores disfrazados de liberales que pretenden imponer a la sociedad una postura basada sobre argumentos confesionales que no es posible exigir a otros. Un ejemplo es Alfredo Olmedo, político argentino que en estas materias argumenta citando la Biblia para rechazarlas de plano. Por otra parte, quienes militan activamente contra el feminismo y la «ideología» de género, sostienen que los liberales se han degradado haciendo concesiones funcionales al marxismo cultural.  
El problema que presenta una posición como la de Olmedo es que en las sociedades occidentales modernas las medidas políticas y coercitivas se toman con base en razones generalmente accesibles a todos y no sólo a los miembros de determinadas confesiones religiosas. En este sentido se ha hablado de una «razón pública» (Rawls) o de «razones seculares» (Habermas). Así, por ejemplo, en países pluralistas y seculares no tendría sentido proponer que el Estado prohibiera la venta de carne de cerdo porque así lo dispone  la Torá o el Corán. Sí lo tendría, en cambio, si la ciencia descubriera que es un alimento contaminado o capaz de propagar una epidemia letal.
Pero la posición de los liberales que no ponen mayores reparos al feminismo y la teoría de género tampoco está libre de problemas. Ante todo, hay que decir que si estas teorías fuesen verdaderas se impondrían por su propio peso. Así, por ejemplo, hoy se acepta pacíficamente el «heliocentrismo» por el rigor científico de los argumentos que lo respaldan. Sin embargo, con el feminismo y la teoría de género sucede otra cosa muy distinta: no son meras elucubraciones académicas, ni conocimientos vulgares de moda, sino que de hecho buscan llevarse a la práctica con medidas coercitivas y otras «políticas públicas» específicas. Vale decir que son teorías que quieren usar el poder coactivo del Estado y sus recursos financieros para imponerse a toda la sociedad.
Este dato inicial debiera ser suficiente para que el liberal se preocupara seriamente por las proyecciones políticas del feminismo y la teoría de género, pues la experiencia ha demostrado que «el precio de la libertad es la eterna vigilancia». En este aspecto llama la atención la indiferencia de muchos, tal vez potenciada por el alarmismo de otros. En todo caso, es necesario recordar, una vez más, que la libertad no corta en tajos y que el liberalismo no se limita a reducir el gasto público y los bajar impuestos.
En la próxima entrada explicaré dos razones por las cuales, a mi juicio, el liberalismo debe rechazar al feminismo y la teoría de género tal como los conocemos hoy en la vida política. Y ello por «razones seculares» necesarias y no por «argumentos confesionales» contingentes.

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